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¿Hollywood le tiene miedo al sexo?

En una industria que alguna vez celebró el sexo como vehículo de expresión, hoy lo sensual parece desplazado por lo family friendly.

¿Hollywood le tiene miedo al sexo?

Es legítimo preguntarse si Hollywood, en su versión más reciente, ha entrado en una fase de puritanismo renovado, de frialdad táctil, de censura no impuesta pero sí interiorizada. No se trata de una reacción conservadora violenta ni de una cruzada explícita, sino de una desafección más sutil, más estructural, hacia el sexo entendido como lenguaje, como impulso narrativo, como lugar político. Como si el deseo hubiera dejado de ser un territorio para contar lo humano. Como si los cuerpos hubieran perdido su derecho a hablar.

La pregunta sobre este desapego se hizo pública tras la publicación de las nominaciones a los Oscar 2024, cuando títulos como Challengers de Luca Guadagnino y Babygirl de Halina Reijn —ambos films en los que el deseo no solo se insinúa, sino que se estructura, se piensa, se baila, se juega— fueron simplemente ignorados. Dos obras profundamente sensuales, sí, pero también formalmente impecables, contemporáneas, cargadas de inteligencia visual y emocional. La omisión no fue solo artística. Fue simbólica.

Challengers había sido objeto de deseo colectivo durante meses, viral en redes, diseccionada por editores de moda, expertos en cultura pop y fans del cine de autor. La historia del triángulo amoroso entre Zendaya, Josh O’Connor y Mike Faist era una coreografía de poder, afecto y tensión sexual —en una pista de tenis que se convierte en metáfora y campo de batalla. Todo estaba meticulosamente construido, desde la edición rítmica hasta la música ganadora de Reznor y Ross. Y, sin embargo, al llegar las nominaciones, fue como si no hubiese existido.

Algo similar ocurrió con Babygirl, la película protagonizada por Nicole Kidman y Harris Dickinson, que llegó a las salas como un regalo de Navidad y se presentó en Venecia con todos los honores. Halina Reijn tejía ahí una narrativa sobre la sexualidad femenina que no necesitaba disfrazarse de provocación: era directa, íntima, psicológica. Un trabajo actoral exquisito que le valió a Kidman la Copa Volpi. Pero ni siquiera eso bastó para atraer la mirada de la Academia. Simplemente, muchos asumieron que “era de esperar”. Y ese “era de esperar” es, en sí mismo, una señal preocupante.

Las imágenes se han vuelto infinitas pero también intercambiables, el cuerpo ha perdido su carácter sagrado. Y el cine, en lugar de ir a contracorriente, parece haberse sumado a esa anestesia erótica. Un estudio publicado por The Economist en 2024, basado en los análisis del investigador Stephen Follows, confirmara que las escenas sexuales han disminuido un 40% en las dos últimas décadas. Pero no es solo la cantidad. Es la calidad de esas representaciones la que también ha mutado. Menos carne, más corrección. Menos piel, más metáfora. Lo que antes era territorio de exploración —desde Last Tango in Paris hasta Eyes Wide Shut— hoy es riesgo de cancelación o motivo de exclusión comercial.

El contraste con ciertas excepciones resulta revelador. Poor Things, de Yorgos Lanthimos, logró introducir el sexo no como un ornamento ni como provocación, sino como parte esencial del viaje vital de su protagonista, Bella Baxter. Emma Stone ofreció un personaje que, al descubrir su cuerpo, descubría también el mundo. Una forma de sexualidad no dominada, no domesticada, sino fluida, filosófica incluso. El cuerpo no como objeto, sino como sujeto. En esa lectura, Poor Things fue una excepción que confirma la regla.

Del otro lado del espectro, Oppenheimer, la gran ganadora de la temporada, representaba el paradigma opuesto. Una épica cerebral, masculina, asexual. Nolan, con su estilo habitual, construía un relato donde el cuerpo no existe. Solo la mente, la ambición, el cálculo. La escena de sexo con Florence Pugh parecía colocada casi como un tropiezo incómodo, una interrupción. Y aun así, Oppenheimer fue elevada a la categoría de cine esencial. Tal vez porque así es como se mide hoy la seriedad: por la ausencia de carne.

Es fácil caer en explicaciones obvias: que el cine busca hoy audiencias masivas, que las plataformas imponen algoritmos que penalizan contenidos con restricciones por edad, que el modelo Marvel —con su universo donde el amor es un susurro y el deseo una anécdota— ha transformado la narrativa audiovisual. Pero eso sería simplificar. Porque la omisión del sexo no es solo una estrategia de mercado. Es también un síntoma cultural.

El sexo se ha vuelto paradójicamente ubicuo y marginal. Está en todas partes y en ninguna. Su representación es simultáneamente más explícita y menos significativa. La hiperdisponibilidad del porno ha desdibujado los límites entre lo íntimo y lo público. Y a la vez, nuevas generaciones se alejan del sexo como experiencia vivida. Según estudios recientes, los jóvenes tienen menos relaciones sexuales que las generaciones anteriores, expresan mayores niveles de insatisfacción, y muchos incluso prescinden del sexo por completo. No por represión, sino por redefinición.

Esto no implica un retroceso. Al contrario, revela una conciencia nueva: el consentimiento, el respeto, la desacralización de la frecuencia como indicador de salud. Pero también puede implicar un desapego que afecta a la ficción. Porque si el deseo ya no se vive, tampoco se representa. O al menos no de la misma manera.

El cine ha dejado de mostrarnos cómo se desea. Ya no nos enseña cómo mirarnos, cómo tocarnos. Ni siquiera cuando el relato lo exige. Basta pensar en el reciente Twisters, producción de alto voltaje emocional donde el romance está presente pero nunca se consuma. Según se rumorea, fue Steven Spielberg quien pidió eliminar la escena de beso entre los protagonistas. No por censura, sino por economía narrativa. Como si el amor pudiera bastar sin eros. Como si la emoción tuviera que prescindir de lo físico.

Frente a esa tendencia, surgen oasis. Richard Linklater, con Hit Man, se permite filmar el sexo como parte del vínculo entre adultos que se desean. Sin énfasis, sin necesidad de justificarlo. Simplemente, como una dimensión más de la historia. Una escena de cama con humor y placer. Algo casi revolucionario hoy.

Y mientras Hollywood se torna más aséptico, Italia se atreve a recuperar la tradición del cuerpo narrativo desde otro lugar. Series como Supersex, películas como Diva Futura o la inminente Mrs. Playmen exploran la historia del erotismo italiano no como nostalgia, sino como archivo. Desde Rocco Siffredi hasta Ilona Staller, pasando por la rebelión editorial de Adelina Tattilo, la narrativa del deseo se vuelve patrimonio, crónica cultural, dispositivo de memoria.

Tal vez no se trate de exigir más escenas de sexo en pantalla, sino de recuperar el valor del deseo como categoría estética. De volver a pensar el cuerpo como lenguaje, no como amenaza. De permitir que los personajes vuelvan a ser adultos que se tocan, que se buscan, que se equivocan, que se entienden también a través de la piel. Que se desean sin miedo.

Miu Miu y Catherine Martin brindan un encuentro cinematográfico.

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