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Muérete, Cupido: Una crítica al amor contemporáneo

Esta obra asume el riesgo de exponer sin filtros el amor, la confusión emocional y el desencanto propio de quienes han dejado de creer.

Muérete, Cupido: Una crítica al amor contemporáneo

En una ciudad como Madrid, donde el calor del asfalto y la inercia emocional configuran un escenario reconocible para toda una generación, se sitúa Muérete, Cupido, primera novela de Jaime Rodríguez. Se trata de una intervención clara y eficaz en la narrativa romántica contemporánea, así como un retrato lúcido de una juventud que ha reemplazado los relatos de amor tradicionales por conversaciones fragmentadas en pantallas. Esta obra asume el riesgo de exponer sin filtros el amor, la confusión emocional y el desencanto propio de quienes, aun conservando la esperanza, han dejado de creer.

Jota, protagonista de la novela, representa con exactitud ese agotamiento emocional que tantos reconocen. Después de múltiples experiencias fallidas, encarna una forma de cinismo que no oculta el deseo de conexión, aunque este se exprese a través de la ironía o el desapego. La aparición de Eme interrumpe esa lógica: es una figura que quiebra el orden narrativo y emocional. No se presenta solo como un interés amoroso, sino como un símbolo de lo inasible: de Madrid misma, del otro, del deseo proyectado.

La ciudad no es un escenario pasivo. Madrid actúa como un personaje más, con ritmo propio. Sus calles, terrazas y portales no son decorado, sino parte activa de la atmósfera emocional del libro. La novela no describe la ciudad, la habita. Y a través de ella, se despliegan los estados afectivos de quienes la recorren: la ansiedad, la búsqueda, la soledad, la euforia efímera. Rodríguez construye así una geografía emocional tan reconocible como dolorosa.

Lejos de ajustarse al canon de la novela romántica, Muérete, Cupido ofrece una lectura crítica del amor contemporáneo. No hay aquí idealización ni nostalgia, sino una disección minuciosa de los vínculos actuales: relaciones atravesadas por la tecnología, la superficialidad, la inmediatez y la precariedad emocional. Con un lenguaje preciso y cargado de imágenes eficaces, Rodríguez muestra cómo el deseo persiste incluso cuando el sentido de lo romántico se ha vaciado.

El mundo de los eventos, las redes sociales y el espectáculo cotidiano también tiene presencia en el libro. No como aspiración, sino como síntoma. La frase “los eventos parecen fiestas, pero no lo son” resume de forma eficaz la crítica que atraviesa la novela: bajo la apariencia de celebración se oculta un vacío estructural. Se denuncia una cultura donde todo parece tener forma pero carece de contenido.

Un elemento inesperado es la introducción de un párrafo escrito por inteligencia artificial, cuya ubicación no se revela. La propuesta no es anecdótica, sino provocadora: plantea una pregunta esencial sobre los límites entre lo humano y lo programado. ¿Qué sucede cuando la literatura ya no puede garantizar autenticidad? Rodríguez no elude esta inquietud; la pone en el centro del texto como señal de una época.

La obra incorpora también referencias a la cultura pop, a los años noventa, y a momentos específicos del imaginario colectivo reciente —como la noche de Filomena— que sirven como anclaje emocional. Estos episodios funcionan como registros de una intimidad compartida, de una generación que intenta aún sostener vínculos reales en un contexto que los fragmenta.

Rodríguez, quien no se define como escritor, propone un lenguaje limpio, sin artificio. Su estilo es directo, eficaz, por momentos seco, pero siempre orientado a una verdad emocional concreta. No hay exhibición de virtuosismo, sino una voluntad clara de narrar con honestidad lo que siente una generación que ya no se ilusiona con promesas, pero que aún necesita razones para seguir buscando.

La portada, obra al óleo de Brianda Fitz-James Stuart, funciona como extensión del relato: evoca, con un tono entre místico y melancólico, la estética herida que atraviesa todo el libro. Muérete, Cupido no es una historia de amor. Es una crónica del desamor como condición generacional. Una reflexión sobre cómo se sobrevive a la pérdida de sentido en las relaciones, en una ciudad que no se detiene y en un mundo que ya no promete nada. Y, a pesar de ello, seguimos: buscando señales, gestos, encuentros que nos devuelvan —aunque sea por un instante— la certeza de que algo, todavía importa.

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