París, 9 de julio de 2025. Balenciaga acaba de presentar su última colección de Alta Costura bajo la dirección creativa de Demna Gvasalia. Un cierre de ciclo que se siente como un punto y aparte en la historia de una casa que siempre ha estado a la vanguardia. La expectación en la sala es palpable y no solo por la colección, y lo que supone, sino también porque en el front row está sentado Pierpaolo Piccioli, el nuevo director creativo que tomará las riendas a partir de ahora.
Entre los rostros, figuras que ya forman parte del relato Balenciaga: Lori Harvey, Luka Sabbat, Nicole Kidman y Cardi B, que llega con toda su energía en su tercer día de Alta Costura. Anna Wintour observa con la misma frialdad que siempre: impone incluso con gafas. Pero, ¿donde está Kim Kardashian? Una ausencia inesperada tras un fitting privado ayer que todo el mundo documentó y sacó en redes. No hay asiento para ella. Pero la espera se rompe cuando irrumpe en la pasarela, vestida con un abrigo de pelo blanco, un vestido lencero de satén y unos joyones de Lorraine Schwartz, que firma las creaciones de toda la colección.
En la pasarela no hay música, solo voces —masculinas y femeninas— que recitan nombres, como si fueran hechizos que abren la puerta a un desfile que se siente más como una ceremonia, la traca final. Las modelos llevan las manos pintadas en blanco y negro, hombros exagerados y cuellos erguidos, casi como columnas barrocas, que recuerdan a una Cruella de Vil del futuro. La pata de gallo y la lana estructurada aparecen como guiños al archivo, reinterpretados en clave demniana. Los cuellos de plumas irrumpen para dar una sensación aviar, casi poshumana, mientras los hombres entran con la misma gramática visual: cuero, bombers, negro total y zapatos de punta alargada que parecen salidos de un universo oscuro y sofisticado.
El desfile se transforma hacia un clímax que mezcla lo ejecutivo con lo distópico -ya sabemos como se las gasta Demna-: trajes afilados, total looks que podrían pertenecer tanto a una reunión de altos ejecutivos como al vestuario de los X-Men o Matrix. De repente, una modelo con un vestido de cuero de cintura ceñida y de pies a cabeza irrumpe en la pasarela. Ella lleva también un abanico de piedras que despliega en un gesto ritual, antes de que la pasarela se llene de vestidos princesa en rosa, azul y amarillo pastel. Entonces aparece Naomi Campbell con un vestido negro de lentejuelas, y como la guinda final un vestido estructurado de encaje, que simula un cancán sin cancán, pone el broche de oro a la colección.
Y sin embargo, hay algo que no podemos ignorar: en su despedida, Demna no ha ofrecido nada nuevo. La colección respira todos sus códigos —los hombros extremos, la silueta rígida, el negro solemne, el aire distópico—, pero no hay ni giro final ni revelación. Los únicos gestos que se salen del guion son esos dos vestidos de princesa, como si una fantasía contenida hubiese logrado filtrarse en el imaginario del diseñador. ¿Es eso suficiente para un último acto? Teniendo en cuenta los desfiles pasados —desde aquel teatro hundido en el barro hasta la ventisca de nueve—, esta despedida se siente algo floja, como si no hubiese necesidad de demostrar nada más. Quizá por eso eligió eliminar la música y sustituirla por voces que recitaban nombres, como si el eco de sus propias ideas ya bastara para llenar la sala.
Demna se va a Gucci, pero deja una huella que, guste o no, ha marcado un antes y después en el ADN de Balenciaga; y también en el lenguaje de la moda tal y como la conocemos hoy. Ahora, la pregunta queda en el aire: ¿cómo será la siguiente página con Pierpaolo Piccioli al mando?
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