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El esperado debut de Glenn Martens en Maison Margiela 

Entre máscaras, y romanticismo flamenco, Glenn Martens se estrena en la alta costura de Maison Margiela con un homenaje al archivo y al enigma de la casa.

El esperado debut de Glenn Martens en Maison Margiela 

Anoche en París, Glenn Martens ha hablado en el idioma de Martin Margiela. No lo ha imitado —sería un error pensar eso—, lo ha canalizado de forma sublime. Y lo ha hecho desde su forma de entender el diseño pero también desde la memoria compartida entre él mismo y el difunto fundador de la maison. 

En el mismo lugar donde Margiela presentó su última colección de alta costura, Martens ha firmado su debut Artisanal para la maison con una propuesta que no busca imponer autoría de su universo, sino alinear forma y fondo de la marca. Nada pretende destacar por encima del conjunto. Todo rema en favor de una misma idea: la de un diseño que sirve al concepto, no al revés.

Las máscaras, presentes en todos los modelos, igual que en aquel primer show del ‘89, funcionan como recordatorio de uno de los principios más radicales de la maison: la disolución del ego. Al ocultar el rostro, se desplaza la atención del individuo a la obra; del quién al cómo. Y en Margiela, ese cómo lo es todo: la construcción artesanal, la transformación de materiales encontrados, la tensión entre lo imperfecto y lo sublime. El proceso no es solo un medio, sino un mensaje. Cada prenda está hecha para revelar —desde su interior— la complejidad de su propia creación. 

Martens recupera códigos históricos —capas, rigidez, teatralidad medieval— y los cruza con el imaginario flamenco de su Bélgica natal: papeles pintados en trompe-l’œil inspirados en tapices florales del siglo XVI, faldas con forma de corazón elaboradas con brocados envejecidos, y siluetas escultóricas que evocan la pincelada trágica de Gustave Moreau. Incluso cuando los materiales son futuristas —plásticos moldeados, estructuras de plexiglás, botas Tabi sobre plataformas de metacrilato—, la ejecución tiene algo de reliquia antigua, de romanticismo oscuro.

Los materiales eran el segundo cuerpo del discurso. Como Martin hiciera en 1990 con su línea de reciclaje total, Martens construyó piezas a partir de pantalones vaqueros reconvertidos en delantales, chaquetas de moto desmembradas y reconfiguradas como faldas, o cardigans de punto sobre los que se superpone papel impreso con collages de naturalezas muertas holandesas. El gesto no es solo sostenible: es conceptual. Habla de darle valor a lo que ya ha tenido una vida.

Incluso el espectro de Galliano —actual director creativo de la maison— se dejaba sentir. En los vestidos florales, en el drama de los volúmenes, en la caída romántica de ciertas siluetas. Martens no lo oculta: lo absorbe. Pero lo filtra desde su propia estética flamenca, mucho más cruda y evocadora. Los corsés anatómicos —cortados bajo la caja torácica y sobre la pelvis— dibujaban cuerpos casi místicos. 

Cada pieza parecía una historia fragmentada. Como si estuviera hecha de recuerdos más que de telas. Una chaqueta podía tener alma de cortina barroca. Un vestido, el gesto de una armadura. No se trataba de entender, sino de sentir el alma de Martin Margiela al ver el despliegue de looks en la pasarela. 

Martens no se ha limitado a seguir el legado: lo ha hackeado y ha estirado sus límites. Y aunque ha puesto su sello en cada diseño, ha venido a recordarnos que, en Margiela, el diseño sigue siendo un lenguaje al servicio de un concepto y que aún quedan casas donde la creación no se rinde al algoritmo. 

Una retrospectiva de John Galliano en Maison Margiela.

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