Hubo un tiempo en que lo cool no se definía, se intuía. Se manifestaba en un gesto, en una forma de ocupar el espacio sin reclamarlo, en un rechazo instintivo a la ostentación y la urgencia. Era una combinación de misterio, coherencia y cierto desapego frente al aplauso fácil. No era moda ni tendencia: era una postura vital. Hoy, esa forma de estar en el mundo se ha desvanecido. La palabra sigue ahí, pero vacía de su fuerza original.
El declive de lo cool no es un fenómeno aislado. Es el síntoma de un cambio más profundo: la transformación de la cultura en un mercado donde la visibilidad ha sustituido al valor, y donde la autenticidad se ha convertido en un recurso escaso, casi exótico.

Lo cool siempre fue un territorio periférico. Surgía lejos de los focos, en espacios donde la creación respondía más a una necesidad interna que a una demanda externa. La periferia le otorgaba libertad; la invisibilidad le permitía respirar. En la era previa a la hiperconexión, las subculturas podían germinar durante años antes de que alguien se apresurara a etiquetarlas y empaquetarlas para su consumo masivo.
Hoy, el margen ha sido absorbido por el escaparate. La inmediatez de las redes sociales ha convertido cada gesto en un potencial producto viral. Lo que antes se cocinaba a fuego lento ahora se quema en segundos, replicado hasta el agotamiento. Y con esa aceleración, la singularidad se erosiona: lo distinto se estandariza, lo auténtico se convierte en estrategia de marketing.
Antes y ahora de lo cool
- Antes: Misterio, construcción lenta, autenticidad no declarada.
- Ahora: Visibilidad, replicación instantánea, autenticidad como eslogan.
La estética, entendida como una construcción coherente entre forma y fondo, ha perdido centralidad. Lo visual sigue siendo omnipresente, pero rara vez está al servicio de un contenido sustantivo. Predomina la acumulación de imágenes sin contexto, la espectacularidad que vive de sí misma.
En este ecosistema, la belleza se ha vuelto sospechosa, como si su búsqueda fuera un gesto ingenuo o anticuado. Lo predominante es la saturación: el exceso, la ironía vacía, la fealdad deliberada disfrazada de transgresión. Pero la transgresión real solo tiene sentido cuando hay un canon que desafiar; cuando todo es posible, nada sorprende.
Ser visto se ha convertido en el objetivo primordial. No importa tanto qué se ofrece, sino cuántos lo miran. La lógica del algoritmo premia la constancia y la cantidad por encima de la profundidad o el riesgo. La consecuencia es paradójica: cuanto más visibles nos volvemos, menos mostramos de verdad.
El misterio -esa cualidad esencial de lo cool- no sobrevive en un entorno que exige transparencia absoluta y comunicación permanente. Sin misterio no hay magnetismo, y sin magnetismo no hay cool. Lo que queda es una sucesión de imágenes calculadas para agradar, pero incapaces de dejar huella.
El duelo por lo cool es, en realidad, un duelo por una forma de habitar la cultura. Antes, las ideas, los estilos y las obras disponían de tiempo para madurar, para provocar discusiones, para crecer sin la presión de responder a una métrica inmediata. La música podía moldear a una generación; un libro podía dividir a una ciudad; una prenda podía condensar una declaración política.
Ese mundo más lento y más atento permitía que el arte y la estética fueran experiencias transformadoras. Hoy, el vértigo de la actualidad y la saturación de estímulos nos empujan a consumir sin procesar, a mirar sin ver, a escuchar sin oír. El resultado es un paisaje cultural que vive en la superficie.
“El misterio no murió por falta de interés. Murió de sobreexposición.”
Es posible que lo cool, tal como lo entendimos, no vuelva. Pero también es posible que haya mutado en otra cosa: un lenguaje secreto que solo circula en comunidades pequeñas, lejos de la exposición masiva; un modo de creación que se niega a ser medido por métricas públicas; un arte que elige la invisibilidad como forma de resistencia.
Allí, en esos espacios invisibles, lo cool podría estar regenerándose en silencio. No como tendencia, sino como actitud: el derecho a hacer sin mostrar, a crear sin contabilizar, a existir sin explicarse. Quizá, en un tiempo dominado por la exhibición, la verdadera sofisticación consista en volver a desaparecer.
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