La noticia de que SZA ha sido nombrada directora artística de Vans confirma algo que llevamos tiempo viendo: las marcas ya no se conforman con una celebridad sin más como imagen de campaña. Quieren algo más profundo, más auténtico… más artístico, ¿quizás? Quieren arquitectos culturales capaces de construir narrativas que resuenen más allá del producto.
SZA no está sola. En los últimos meses hemos visto cómo A$AP Rocky se convertía en el primer director creativo de Ray-Ban Studios, cómo Travis Scott asumía el rol de Chief Visionary en Oakley, y cómo Pharrell Williams tomó las riendas de la línea masculina de Louis Vuitton. Todos ellos marcan el inicio de una nueva era en la que el peso de la cultura popular se desplaza directamente a los puestos directivos de la industria, al menos en el ámbito creativo.
Para entender este cambio hay que volver a 2018, cuando Virgil Abloh asumió la dirección artística masculina de Louis Vuitton. Su fichaje rompió las reglas: el lujo, hasta entonces anclado en tradición y exclusividad, abrió sus puertas al streetwear, a las sneakers y a los códigos de la música. Virgil no diseñaba solo ropa, sino momentos culturales. Con él, Vuitton pasó de maison cerrada a escenario global donde cabían influencers, raperos, gamers y artistas. El lujo se volvió una conversación del pueblo, por y para las masas. Y ese modelo se consolidó como blueprint para el resto de la industria: si Vuitton lo hacía, ¿por qué no Vans, Ray-Ban u Oakley?
Lo interesante es cómo hemos pasado de una era de colaboraciones superficiales a una en la que los artistas tienen poder de decisión. Lady Gaga como directora creativa de Polaroid (2010) o Alicia Keys en Blackberry (2013) fueron intentos fallidos de conectar tecnología y música con pura estrategia de marketing. Hoy el juego es otro. Rihanna en Puma, Beyoncé con Ivy Park x Adidas o Tyler, The Creator en Converse han demostrado que los artistas podían aportar no solo visibilidad, sino dirección estética, consistencia y comunidad. La diferencia es abismal: ya no prestan su cara para una campaña, imponen su visión en la totalidad de la comunicación de la misma.
La respuesta está en cómo consumimos cultura hoy. La moda, la música y lo digital ya no son compartimentos estancos: son un mismo lenguaje. Un lanzamiento de sneakers puede viralizarse en TikTok al ritmo de un artista, igual que un videoclip puede marcar la estética de una temporada. En ese contexto, tener a un músico en la dirección creativa ya no es un capricho, sino una estrategia para asegurar autenticidad y conversación constante.
Además, las nuevas generaciones de consumidores detectan cuándo un artista se implica de verdad y cuándo es puro endorsement. Y ahí está la clave: las marcas no buscan caras famosas, buscan credibilidad cultural. Porque, siendo realistas, la competencia es feroz: en un mercado saturado de colaboraciones, drops y campañas virales, solo sobreviven las narrativas capaces de diferenciarse y dejar huella en la memoria colectiva.
La gran pregunta es si este modelo se convertirá en norma o si estamos ante una moda pasajera que corre el riesgo de trivializar la figura del director creativo. Si cada firma busca su celebrity de confianza para ponerlo al mando, ¿cuánto tardará en perderse la profundidad del diseño en favor del show?
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