El matcha ya no es té. Es estética, símbolo, culto. Es el pigmento verde que domina feeds globales, el ritual ancestral convertido en tendencia transversal. Pero, detrás del brillo del polvo esmeralda, Japón enfrenta una tensión que va mucho más allá del wellness: ¿qué sucede cuando un producto ritualizado, fruto de siglos de paciencia y técnica, se convierte en objeto del consumo instantáneo dictado por TikTok?
Nacido en la quietud de los templos budistas, el matcha fue concebido como una herramienta espiritual: concentración, equilibrio, contemplación. Hoy, es otra cosa. Es el iced latte en vaso translúcido tras la clase de pilates; es la espuma perfecta sobre un flat lay minimalista; es el sabor que redefine postres en la alta pastelería occidental. Su identidad ancestral ha sido absorbida por el circuito global de lo aspiracional.
El fenómeno no es casual. Desde el estallido del café Dalgona en plena pandemia, las plataformas sociales han mutado en laboratorios de tendencias líquidas. El matcha latte, con su verde fluorescente, fue inevitable: 520% de incremento en búsquedas desde 2020. La “clean girl” lo convirtió en tótem de pureza estética; las marcas lo adoptaron como código de sofisticación saludable. El Japan Times ahora alerta: el culto ha llegado a un punto crítico. Las históricas casas de té de Kioto –Hippodo, Marukyu Koyamaen– han impuesto límites de compra. Los stocks se evaporan.
El origen de la crisis es revelador: el mundo no quiere cualquier matcha, quiere first-flush –la primera cosecha del año, reservada durante siglos a ceremonias y élites. El objeto del deseo es, precisamente, el más escaso. Y aunque Kametani Tea confirme un aumento del 10% anual en producción desde 2019, la ecuación es insostenible. Japón exporta más del 50% de su matcha, su consumo interno cae, y las plantaciones se vacían de manos: un 77% menos de agricultores en dos décadas. La sobreexposición digital no entiende de tiempos biológicos: cinco años para cultivar, una hora de molienda para 40 gramos, un mes para tallar un mortero de piedra. La viralidad exige inmediatez; el matcha, reverencia.
El impacto trasciende la bebida. El “oro verde” sostiene parte del turismo nipón y redefine las economías locales. Pero si la demanda sigue creciendo al ritmo del algoritmo, la disyuntiva es inevitable: o Japón transforma su tesoro en commodity, sacrificando su esencia, o lo preserva como lujo inaccesible, dejando al resto del mundo con una nostalgia de algo que nunca tuvo.
El matcha encarna el dilema contemporáneo: ¿puede una tradición sobrevivir intacta en un ecosistema que todo lo convierte en content? Tal vez el verdadero desafío no sea aumentar la producción, sino replantear el consumo. Porque, como todo lo que asciende demasiado rápido en el altar de Internet, el peligro no es la escasez, sino la obsolescencia.
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