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Enshittification: la palabra que define nuestra era digital

Hay una palabra que captura la fatiga colectiva y esa sensación de que todo, poco a poco, se está degradando. Esa palabra es enshittification.

Enshittification: la palabra que define nuestra era digital

Si hubiera una palabra capaz de capturar el malestar de nuestra época, la fatiga tecnológica, la desconfianza hacia las instituciones y esa sensación persistente de que todo se está estropeando, probablemente sería esta: enshittification. Suena contundente, casi vulgar, pero describe con precisión quirúrgica el proceso por el cual las plataformas digitales y, en realidad, el propio capitalismo tecnológico se degradan desde dentro.

El término fue acuñado por el escritor y periodista canadiense Cory Doctorow, figura esencial del pensamiento crítico sobre internet, para explicar cómo los servicios en línea que prometían libertad, conexión y acceso acaban convirtiéndose en máquinas de extracción de datos y atención. Un entorno hostil, saturado de anuncios, manipulado por algoritmos y diseñado para maximizar beneficios a costa de la experiencia humana.

De la utopía digital al colapso del bienestar en línea

Doctorow describe este deterioro como un ciclo predecible. En su primera fase, las plataformas son “buenas con los usuarios”: ofrecen un servicio gratuito o muy barato, intuitivo, que parece democratizar el acceso y conectar al mundo. Es la época de la euforia tecnológica, del “don’t be evil” y de la promesa de que Internet podía hacer del planeta un lugar mejor.

Pero una vez consolidada una masa crítica de usuarios, llega la segunda etapa. Las plataformas dejan de priorizar a las personas y empiezan a ser “buenas con los clientes corporativos”: se ajustan los algoritmos, se multiplican los anuncios, los contenidos patrocinados inundan los feeds y la visibilidad se compra. Lo que antes era descubrimiento orgánico se transforma en un escaparate sesgado, en un sistema de recompensas donde lo que importa ya no es lo relevante, sino lo rentable.

La tercera fase, la definitiva, es la más oscura. La plataforma ya no actúa en función de usuarios ni clientes, sino de accionistas e inversores. Todo se optimiza para maximizar el retorno financiero. El producto ya no es el servicio: somos nosotros. “En ese momento”, escribe Doctorow, “la experiencia se convierte en una gigantesca pila de mierda”.

El encierro invisible

Las grandes plataformas operan en mercados de dos caras: de un lado, extraen datos, tiempo y creatividad de sus usuarios; del otro, venden ese acceso a anunciantes y marcas. Mientras existe competencia, el sistema mantiene un cierto equilibrio. Pero cuando una plataforma alcanza la hegemonía, cuando nuestras relaciones, trabajos o identidades dependen de ella, se rompe la simetría.

El usuario se vuelve prisionero de sus propios datos. Doctorow lo denomina lock-in, un tipo de cautiverio: no podemos irnos porque todo lo que somos en línea, contactos, recuerdos, reputación, está encerrado allí. La dependencia se disfraza de conveniencia.

En décadas anteriores, existían frenos que ralentizaban esta deriva: la vigilancia de las autoridades antimonopolio, la presión ética de los trabajadores tecnológicos o el escrutinio mediático. IBM y Microsoft conocieron esos límites en los años ochenta y noventa. Hoy, sin embargo, las reglas del juego han cambiado. El capital de riesgo y los fondos de inversión impulsan una lógica de crecimiento perpetuo. El valor ya no se mide en utilidad o innovación, sino en la capacidad de monopolizar la atención humana.

La pasividad como combustible

Doctorow apunta un elemento más inquietante: el papel del propio usuario. En nombre de la comodidad, hemos aceptado que nos rastreen, nos perfilen y nos vendan. Las mismas características que hacen que una aplicación sea “fácil de usar”, el clic único, el pago invisible, la personalización constante, son los mecanismos que permiten que nos extraigan valor sin resistencia.

Nos quejamos del algoritmo, de los anuncios, de la pérdida de privacidad, pero seguimos allí. Nuestra pasividad se convierte en el combustible de la degradación. “El sistema no necesita engañarnos”, escribe Doctorow. “Solo necesita que no nos movamos”.

Un horizonte regulatorio y político

Algunos indicios, sin embargo, apuntan a un posible punto de inflexión. Las nuevas regulaciones europeas y británicas, como la Digital Markets Act, imponen reglas de transparencia y obligan a las grandes empresas tecnológicas a permitir cierta interoperabilidad entre servicios. Son intentos de recuperar la competencia y limitar los abusos derivados de la concentración.

Aunque concebidas para el ámbito europeo, estas normas podrían tener un impacto global: para una multinacional resulta más sencillo aplicar estándares universales que desarrollar versiones locales diferenciadas. Es una muestra de que la política aún puede alterar la dirección de un proceso que parecía inevitable.

La resistencia posible

Frente a la maquinaria de la enshittification, Doctorow propone dejar de alimentar el sistemaOpting out, desconectarse, aunque sea parcialmente. Apoyar alternativas descentralizadas, elegir motores de búsqueda independientes, utilizar software de código abierto o simplemente reducir el tiempo que pasamos en plataformas tóxicas.

No se trata de vivir al margen de la tecnología, sino de ejercer una forma de disidencia cotidiana. Recuperar la agencia sobre nuestro tiempo, sobre nuestra atención, sobre los espacios que habitamos: digitales o no.

El capitalismo que se pudre desde dentro

La pregunta final que plantea Doctorow es más amplia: ¿es la enshittification un síntoma del capitalismo digital o su definición más precisa? Para él, no hay duda. El modelo económico actual permite empujar la palanca de la extracción cada vez más lejos, sin límites morales ni regulatorios. Lo que se degrada no es solo la tecnología: es la promesa de una red que alguna vez quiso emancipar y ahora apenas entretiene. Detener el proceso implica repensar el sistema desde su raíz. No basta con denunciar la podredumbre, hay que imaginar un futuro digital que no se alimente de ella.

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