Después de desfilar en Milán, Martine Rose volvió a Londres haciendo lo que mejor sabe hacer: hablar de su gente. La diseñadora regresó a casa, y transformó un antiguo job centre en Marylebone en su versión torcida y sublime de un salón de alta costura.
En un edificio abandonado de tres plantas Rose montó un show que representó la esencia más honesta y menos instagramable del Londres que la inspira. Una especie de homecoming emocional —sí—, pero sobre todo un acto de resistencia cultural en tiempos donde la ciudad se gentrifica a pasos agigantados y los espacios para la creación independiente van desapareciendo.
La colección no giraba en torno a un concepto cerrado, sino a una constelación de referencias vividas. Personajes que Martine observa en la calle: en el estanco, en la barbería, en la cola del banco. De ahí emergen los bolsos de sobre arrugado, las capas de barbero en cuero o ripstop, los pantalones sastre que mutan en calcetines de fútbol, los calzoncillos con encaje, las chaquetas que combinan varsity con cuero, los super shorts denim y las medias deportivas en gasa de nailon.
Todo en la propuesta está atravesado por un erotismo ambiguo, descarado y medio sucio. No sabes si te gusta o si te da repelús, pero sigues mirando. Como si el sleaze fuera el nuevo lujo.
Y así, lo que empezó como un desfile más del off-schedule de la Semana de la Moda de Londres, acabó siendo una especie de ritual colectivo. Martine nos recordó que la verdadera moda no necesita cúpulas doradas ni front rows impulsados por el algoritmo de instagram para hacer historia. Solo necesita una ciudad, su gente y una mirada que sepa ver belleza donde otros solo ven márgenes.
Una cosa quedó clara: incluso en tiempos inciertos, cuando Londres parece ir sin rumbo, visto a través de los ojos de Martine Rose, no hay ciudad más jodidamente vibrante.
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