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¿Quién eres si no puedes postearlo? ¿Qué vales si no puedes enseñarlo?

El síndrome silencioso de una generación que finge abundancia para no parecer fracasada a través de una pantalla.

¿Quién eres si no puedes postearlo? ¿Qué vales si no puedes enseñarlo?

Vivimos inmersos en una cronología líquida donde el lujo ya no se posee: se proyecta, se simula, se performa. La abundancia no está en los bolsillos sino en el feed; y el poder adquisitivo ha dejado de medirse en cifras bancarias para reconfigurarse en una estética, en una gramática visual de opulencia cuidadosamente editada.

En este contexto saturado de estímulos dorados, emerge una nueva patología emocional que no se refleja en diagnósticos clínicos, pero sí en silencios compartidos: la dismorfia del dinero. Un síndrome contemporáneo donde la relación con el dinero no se deteriora por la carencia, sino por la fricción constante entre lo que se muestra y lo que se vive.

La escena es conocida: cama minimalista en un piso de alquiler, luz de pantalla en la cara, scroll automático a través de imágenes que rezuman euforia, exclusividad, plenitud. Playas privadas, relojes suizos, hoteles de cinco estrellas. Una notificación rompe el trance: el banco informa de un nuevo cargo. Tu saldo baja, pero tu ansiedad sube.

Esta fricción entre deseo e identidad genera una percepción distorsionada de la propia situación económica. No se trata de “no tener”, sino de sentirse constantemente por debajo de una media ficcionada, construida con los materiales de la vanidad digital. El 43% de los jóvenes estadounidenses -según estudios recientes- ya reconoce vivir atrapado en esta paradoja: tienen estabilidad financiera, incluso capacidad de ahorro, pero se sienten pobres. No por déficit real, sino por exceso de referencias irreales.

La dismorfia del dinero no es un capricho millennial ni una consecuencia directa de la inflación. Es la manifestación psicoestética de un capitalismo algorítmico donde el capital se ha estetizado, y el dinero se convierte en signo, no en sustancia. Las marcas ya no venden productos, sino contextos aspiracionales. Las experiencias no se viven: se documentan. La realidad financiera queda relegada al backstage de una narrativa cuya única prioridad es la validación visual.

Desde la teoría de la comparación social (Festinger, 1954) hasta los últimos estudios en economía conductual, lo sabemos: el ser humano mide su bienestar en función del otro. Pero en 2025, ese “otro” no es el vecino ni el compañero de trabajo, sino un collage de microfamosos, influencers, lifestyle curators y usuarios anónimos que parecen vivir en una dimensión superior.

El resultado: una identidad fragmentada. Una vida cotidiana que, aunque funcional y estable, se siente como un fracaso íntimo frente a los estándares visuales que dicta el algoritmo. Lo que en realidad es suficiente -un sueldo digno, un alquiler pagado, un verano en la costa- se vive como mediocridad. No por su valor intrínseco, sino por su falta de espectacularidad.

Este nuevo síndrome no solo afecta la percepción: reconfigura el comportamiento económico. Endeudamiento sin estrategia, consumo compulsivo, ansiedad ante el ahorro, e incluso inversiones impulsivas en criptomonedas o cursos de trading con promesas de libertad financiera exprés.

Es la economía emocional de la desesperación: comprar no para tener, sino para aparentar pertenecer. Gastar como antídoto contra la exclusión simbólica. Invertir no por estrategia, sino por fomo (fear of missing out). Y lo más perverso: muchos de los referentes digitales que desencadenan esta dismorfia tampoco son lo que parecen. Están patrocinados. La abundancia que proyectan es un set de rodaje. Pero el impacto psicológico que generan es profundamente real.

La dismorfia financiera es el síntoma más silencioso de un sistema que coloniza no solo el deseo, sino la autovaloración. ¿Qué pasaría si nos atreviéramos a decir “esto no me lo puedo permitir” sin vergüenza? ¿Y si decidiéramos que tener menos, pero vivir con autenticidad, también es un manifiesto político?

En ciertos núcleos de pensamiento contemporáneo -de la psicología crítica al nuevo realismo financiero- se comienza a trazar una ruta alternativa: reaprender a mirar el dinero no como un símbolo de estatus, sino como un instrumento de libertad funcional. Redefinir el éxito. Dejar de comprar ilusiones para empezar a sostener realidades.

Desde la Fundación Nantik Lum y otras entidades de salud financiera ya se trabaja en programas de alfabetización económica con perspectiva emocional, que incluyen prácticas de autoconsciencia, educación crítica y desmitificación del dinero como elemento estructural de la autoestima.

Si el lujo ha sido capturado por el algoritmo y vaciado de verdad, el próximo gesto radical será la sobriedad consciente. La dignidad de no competir en el mercado de las apariencias. La honestidad de no tener que mostrarlo todo. La serenidad de comprender que el valor no siempre es visible.

Vivir dentro de tus medios y sin culpa, es el nuevo lujo. Desear menos, sentir más. Silenciar el algoritmo, y escuchar las propias necesidades. La única riqueza que nadie puede simular es la paz con uno mismo.

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