El punto de partida no es un moodboard obvio, sino un collage de referencias que rozan lo obsesivo: desde las casas de muñecas de Huguette Clark hasta el universo en miniatura de Arrietty o la simulación vital de Los Sims. Sandy Liang convierte lo cotidiano en icono y lo íntimo en sastrería, firmando un manifiesto que redefine lo que significa vestirse: no es la prenda, sino cómo decides ensamblarte.
El desfile se convierte en un juego lúdico y excéntrico. Los Tabi reaparecen, pero ahora llevan conejitos danzantes y cebolletas bordadas. Los vestidos de princesa se reescriben con «costuras de princesa» que ironizan sobre la ingenuidad estética. Las bailarinas mutan en bolsos rosa y negro, sellando la obsesión de Liang por transformar objetos cotidianos en fetiches de moda. Todo vibra bajo una estética de abuela de Chinatown 2.0.
Las posesiones íntimas entran en escena de forma casi teatral: faldas mantecosas con bolsitas de PVC incrustadas que exhiben recuerdos de infancia como si fueran reliquias pop; sneakers transparentes cubiertas de stickers; botones XXL convertidos en talismanes en la punta de un zapato. Liang celebra lo banal y lo exagera.
Incluso las etiquetas de cuidado —extra large, casi planificadores de agenda— esconden mantras manuscritos: “Ah, perdóname por mi primer beso” o “Sé amable contigo mismo, siempre”. Un guiño directo al gap entre la autoimagen y lo que el mundo proyecta de ti, donde la vulnerabilidad se vuelve estética.
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