A veces está bien parar y pensar. Quizá, incluso, debería de ser norma de vida. Me apuesto a que seríamos todos mejores personas. Parece una tontería quedarse quieto, pero cuando uno lo hace, observa la velocidad a la que se mueve todo, la carrera en la que estamos inmersos y de la que apenas tenemos conciencia de participar.
Nos hemos acelerado, cada vez vamos más deprisa. Lo bueno es sinónimo de inmediato. No queremos un café, lo queremos ya. Si el metro tarda diez minutos, es que no viene. Y si tarda en contestarte es que no le interesas. Pero aunque pueda parecer paradójico, esta velocidad a la que nos hemos acostumbrado tiene un tinte anestésico; el trasiego nos refleja frente a un mundo en el que no hay ninguna certeza absoluta y nos entretiene frente a la anodina realidad.
Quizá, de las pocas cosas que se pueden afirmar con rotundidad hoy en día es que el ser humano otra cosa no, pero amoldarse a las situaciones se le da genial. Y tanto nos hemos amoldado que nos hemos tragado bien la velocidad. La hemos masticado y digerido. Está dentro de nosotros bien guardadita. No hay ejemplo más claro que las redes sociales y el enorme tránsito de información que puede pasar por nuestros ojos en apenas dos segundos. Pero para correr hay que rendir, y para rendir hay que ser el mejor. Aquí no eres nadie si no marcas tiempo. Es la carrera con nosotros mismos la que nos impone la velocidad; es la superación constante y sin límites de la propia persona.
El filósofo coreano Byung-Chul Han atribuye las enfermedades cerebrales como la depresión, el trastorno límite de la personalidad o el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, propias de este siglo como consecuencia al exceso de positividad de la sociedad. «El lamento del individuo depresivo «Nada es posible» solamente puede manifestarse dentro de una sociedad que cree que «Nada es imposible», apunta Han en su libro La sociedad del cansancio.
¿Hay algo acaso que no se pueda lograr en la sociedad occidental? Pues sí, muchísimas cosas. Pero ya nos las apañamos para creer que son posibles, porque soñar es gratis y fustigarse a uno mismo también. O no, quizá el precio a pagar sea la propia enfermedad. La competición con uno mismo nos puede llevar tanto al éxito como a la autodestrucción.
Me viene a la mente Simone Biles, cuando este verano abandonó la competición de los Juegos Olímpicos para proteger su salud mental. La gimnasta explicaba en su cuenta de instagram que «Muchas veces siento de verdad como si cargara sobre mis hombros el peso del mundo. Sí, ya se, hago como si nada y hasta parece que la presión no me afecta, pero, narices, a veces es demasiado difícil.» Biles centró el debate de la salud mental en el desierto de la salud mental. Fue un oasis en el mundo de la competición deportiva. Porque se puede parar. Siempre está la opción, aunque parezca que no existe.
Parar y fracaso, aunque nos pese, son sinónimos. A veces un fracaso no solo es una opción. Puede ser necesario. Una reafirmación de quién eres. Aprender a fracasar tampoco es fácil, de esto hablaba Samantha Hudson en sus historias de Instagram después de que la echaran del programa de cocina más competitivo de la televisión. Ella misma apuntaba que, a pesar de no ir con ninguna intención de competir, sintió angustia por no estar a la altura.
Y es que a pesar de que una esté concienciada de lo mediocre que son las reglas del juego, se cae en ellas. Porque es natural, porque somos personas. Por eso hay que ir acostumbrando al cuerpo; tenemos que fracasar más, por favor.
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