Hemos recuperado lo que considerábamos ordinario en los 2000 y lo hemos elevado a la enésima potencia. Analizamos el fenómeno del triunfo de lo vulgar.
Que la moda es cíclica ya lo sabemos – y es una frase que nos aburre sobremanera – . Pero el boom de lo choni no se lo esperaba nadie, y mucho menos su batida en diferentes aspectos culturales: moda, música, cine.
Ya no nos reímos del chándal con tacones de Isabel Pantoja. Hemos incluso bautizado esta mezcla con un nombre moderno que pueda encajar en los titulares de Vogue: el athleisure. Lo implantaron algunas famosas, kardashians la mayoría, combinando un total look chandalero con unos tacones de salón. Nosotros lo hemos acogido, demostrando que no hace falta tener millones para tomarse esas licencias y reivindicando un poco lo que es nuestro. ¿O no es gastarse fortunas en parecer de barrio una forma de apropiación cultural?
Uñas de gel kilométricas, riñoneras Louis Vuitton con vestidos de Bershka. No importa que las firmas sean falsificaciones, lo que cuenta en la cultura raxetes no poner límites a la logomanía. “Esa Gucci te ha llegado de Taiwán”, canta Rels B. Lo sabemos, pero qué más da. Las firmas de lujo también han entrado al juego y algunas como Moschino o Balenciaga están creando piezas y colecciones en línea con este nuevo fenómeno. Otras firmas han nacido y crecido directamente bebiendo del triunfo de lo vulgar, entre ellas Maria Ke Fisherman o ManéMané, marcas que han escogido como imagen a los máximos exponentes de este movimiento, como Yung Beef o Bad Gyal.
Estamos amando la cultura cañí de la que la sociedad siempre ha huido– aunque se trata, por supuesto, de una reinterpretación. Rosalía ha llegado en el momento perfecto y su estética es un compendio de las tendencias surgidas del auge del extrarradio. Oros, chándal, flamenco y espectáculo. No es gitana, pero lo parece, que es lo que queremos. Quien empezó coqueteando con el rap ha desistido y ha encontrado una idea mejor en la imagen de bar de carretera, aunque de entrada pueda parecernos poco atractivo. C. Tangana ha desarrollado una estética de chaval castizo y algo mafioso, y nos ha revelado uno de nuestros mayores guilty pleasure: nos gusta. Atrás queda el cocodrilo, ahora funciona mejor cantar baladas enfundado en un traje blanco whiskey en mano. Ha traído a 2018 el Bardem de Jamón Jamón y lo hemos recibido con los brazos abiertos.
El reggaetón nunca se ha ido, pero ahora hemos vuelto a escucharlo con orgullo. Sabemos detectar más que nunca los micromachismos o el aspecto alienante de las drogas, pero a la vez podemos disfrutar de productos culturales que se contemplan como el máximo exponente de esta cultura patriarcal y capitalista. El desprendimiento de nuestra vergüenza es parte del esplendor de la vulgaridad.
Somos una generación concienciada y despierta, pero nos sentimos incapaces al margen de las doctrinas imperantes. El trap es el rap sin conciencia de clase: dedicar letras a la clase política no sirve de nada, así que nos acomodamos en nuestra situación y hablamos sobre putas y drogas. Lo dice La Zowi, femmale trap por excelencia, en una entrevista para Neo2: “una raxet es una chavala de barrio que al sentirse excluida en el sistema en el que vive, se preocupa más por tener las uñas bien hechas que por votar en las elecciones”.
El imperio bakala no solo nos demuestra que la moda es cíclica, también nos permite abrazar nuestro mal gusto. Una ostentación que nos redime de nuestros pecados estéticos. No se trata tanto de una simple tendencia, también hay un factor de liberación cultural que explica la ubicuidad de la estética del extrarradio. “Yo no estoy en contra del mal gusto, estoy en contra de la ausencia de gusto”, decía Diana Vreeland. Así que nos vestimos con licra y colores neón, nos empapamos de cine kinki y defendemos el grillz de Bad Bunny. El mal gusto es un arte.
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