No eran aún los años 80 y ya había sido escrita la definición más certera de lo que serían los millennials, cuyos primeros miembros estaban siendo gestados por aquel entonces. La dijo Eric Hoffer: “The learned usually find themselves equipped to live in a world that no longer exists”. Desde esa época y hasta mediados de los 90, nacería una generación sobreentrenada para lidiar con un mundo que estaba dejando de existir para siempre. El resultado es el presente: una sensación constante de vacío e incertidumbre. La era posmoderna está marcada por una grave crisis de identidad que tendemos a intentar solucionar con la última vía que, creemos, mejor respeta nuestro individualismo: el trabajo.
Crisis de identidad
La generación millennial busca desesperadamente nuevas fórmulas de identidad individual. Y el trabajo se erige como la carta de presentación perfecta de lo que somos – de lo que queremos ser. La sensación de fracaso e inestabilidad es un síntoma común, pero la máscara perfecta para ello es poder responder con voz firme a la gran pregunta: «¿a qué te dedicas?».
Nuestra vida laboral está más orientada a cumplir las exigencias estéticas de la imagen que queremos dar que a lograr una funcionalidad que encaje con nuestro modo de vida. Creemos que buscamos un trabajo con el que sentirnos realizados, pero hay mucho oculto detrás de esta falacia.
Buscamos un trabajo que satisfaga nuestras ansias identitarias, que hable por nosotros tan alto que no tengamos que ser ya nada más, porque no nos quedan fuerzas: soy fotógrafo, soy productor, soy diseñador, soy escritor, soy artista. Con el que podamos suplir lo poco que hemos podido viajar, lo poco que podemos pagar de alquiler o las pocas horas que tenemos desde que salimos de trabajar hasta que nos metemos en la cama. La fórmula es sencilla: espectacularizar nuestra vida laboral, para poder así soportar mejor la merma que efectúa el sistema en nuestra calidad de vida.
Sentimos una especie de alivio por desarrollar una labor creativa, por tener un trabajo que parece casar pasión y profesión. Pero esa conciliación es una de las grandes mentiras de nuestro tiempo. Tras una fachada de frescura y buenrrollismo suele haber un pozo de precariedad y cuchillos al aire. Los millennials, tan entusiasmados por pertenecer al ámbito creativo – sobre ello escribió Remedios Zafra –, terminan por denigrar el resto de su vida en pos de sentir que pertenecen a un sector cool, que no es más que un sector estetizado hasta la saciedad para parecer atractivo.
La estética del trabajo moderno
Hay cierto deseo latente en grandes ciudades como Madrid – sutil y al mismo tiempo estridente, como un silbido de disimulo – por pertenecer a la escena, a esos grupos de amigos y no tan amigos surgidos de agencias de comunicación, revistas y otras empresas modernas y precarias en las que el reconocimiento no está en el sueldo, sino en salir de fiesta con la peña que lidera los Top 50 de España en Spotify. Empresas que montó algún pijo hace años y que ahora siguen llenas de pseudo-becarios treintañeros que parecen incluso ser privilegiados por recibir pases para el Primavera Sound y unas gafas de sol de regalo.
Da igual lo que esta gente haga luego en sus casas, porque les basta con su feed en redes sociales o su descripción de LinkedIn. Y eso es el éxito de nuestro tiempo. El fracaso, entonces, es continuar el negocio de ferretería de tus padres, conducir un taxi, doblar ropa en una tienda o poner cañas en una barra. Hemos incluso creado alternativas románticas para estos trabajos que parecían escapar de lo que sí mola, de lo que sí vale, para así poder dar cabida a un resquicio de elitismo dentro de profesiones tradicionales y negocios de barrio. No es lo mismo ser camarero que trabajar en una cafetería vegana en Lavapiés; no es lo mismo vender flores que tener un negocio de suculentas en Etsy.
Instagram es el escaparate de todo ello. No hay que ser un lince para descubrir quién tiene un estudio de arte o quién trabaja en un showroom, porque esta persona se encargará de que quede claro en sus publicaciones. No hay nada malo en ello, son meros efectos casi inconscientes de nuestra falta de identidad. Es paradójico, y también evidente, que la búsqueda de identidad individual termine por dar luz a nuestro gregarismo.
Hemos terminado por enclaustrarnos en categorías fijas y estáticas que percibimos como diferentes, exclusivas. No es que seas un rupturista, es que tienes amigos con muchos seguidores. Y no hay nada de malo en no serlo. No siempre y no en todo tenemos que tener algo nuevo que decir. El peligro está en llenar de flores un trabajo basura o supeditar tu personalidad a un título de IED. Somos mucho más que ocho horas diarias mercantilizando nuestras habilidades – mucho más de lo que hacemos.
Miedo a la pobreza creativa
Ya no priorizamos solo el ganar más o el tener más tiempo libre, sentimos crucial gozar de cierto estatus laboral, por frágil o nocivo que este sea. Esta aspiración conlleva ciertos daños colaterales que somatizamos de formas perspicaces. No tengo muchas dudas, por ejemplo, de que nuestra repentina fijación por las plantas, los huertos, las cabras enanas y en general la estética rural tenga que ver con un deseo encubierto de escapismo.
Uno de nuestros mayores miedos es no ser creativos. Este problema denota un evidente privilegio de clase, y seguramente el delirio por un trabajo en el sector creativo lleve implícita cierta dosis de aporofobia. Pero abrir el melón es indispensable para dar luz a un sinfín de inseguridades y carencias de autoestima, entre otros problemas psicológicos que nos presionan. También para intentar deconstruir nuestro sistema de percepción social, donde relacionamos el tipo de trabajo que alguien desempeña con el valor emocional, cultural y personal de esa persona. Y esa persona somos también nosotros mismos. Debemos dejar de darle una concepción esotérica a todo lo que hacen los líderes de lo cool y descubrir otros hilos con los que tejer el amor propio.
Lo decía Roland Barthes. “De pronto, me fue indiferente no ser moderno”.
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